La
señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo
del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana
que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del
pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No
eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en
ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la
zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de
sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos,
los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero
la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto
perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y
sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría
ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche
y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino
que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la
anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin
aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar
la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían
trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura
de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron
entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los
miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de
observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando
el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las
manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas
voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no
pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más,
bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del
colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno
regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando
estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra
y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía
blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de
cerdito con una ranura en el lomo.
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