viernes, 31 de mayo de 2013

Enriquecemos nuestra Biblioteca

El domingo 26 de mayo fue el Día del Libro en nuestro país, y todos los grupos del Liceo de Piriápolis se abocaron a recaudar fondos para colaborar con la Biblioteca Liceal, "Juan Carlos Onetti", con la compra de un libro de texto, novela o publicación educativa o de divulgación científica.

Muchos grupos pudieron concretar la compra de los libros que deseaban donar, mientras que otros no llegaron al monto requerido, en cuyo caso, la Dirección del liceo completará el dinero necesario para adquirirlos.



La compra de estos libros se llevará a cabo en los próximos días, en este momento se están buscando precios y lugares para hacerlo. Próximamente se publicará la lista completa de los libros donados por nuestros estudiantes.

Algunos de los títulos de los libros que ya se adquirieron son:
  • 1960-2010: Medio Siglo de Historia Uruguaya
  • Constitución Uruguaya de 1967
  • Inseparables para siepre: Prohibido Enamorarse
  • Varios ejemplares de la Biblioteca Básica Española
  • Varios ejemplares de la Biblioteca Básica Uruguaya
  • Elige tu Propia Aventura: El Parque Endiablado
  • Tirant Lo Blanc
  • Ciudadan@s hoy: Educación y Cívica 3º año
  • Territorios en Construcción: Geografía 1º año
  • Enseñar y aprender estratégicamente en las clases de Ciencias
  • Electromagnetismo: Cuántica y Relatividad
  • Peces del Uruguay
y muchos más...

¡De más está decir que estamos sumamente agradecidos por la colaboración y el esfuerzo que ha significado!!!


martes, 28 de mayo de 2013

Casa tomada - Julio Cortázar


Casa tomada
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

El cerdito - Juan Carlos Onetti


El cerdito
Juan Carlos Onetti

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

Esa Boca - Mario Benedetti

Esa Boca
(Montevideanos, 1959)
Mario Benedetti
      
      Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

       Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” 


“Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.

      La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.


      Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.


      Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

(1955)

Los Pocillos - Mario Benedetti

Los pocillos
(Montevideanos, 1)

Mario Benedetti
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.

      “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.

      Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

      “El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.

      La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

      La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”

      Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.

      Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

      “Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
      “No.”
      “¿Querés que te sea sincero?”
      “Claro.”
      “Me parece una idiotez de tu parte.”
      “¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”

      En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

      “De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
      “Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
      “¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.”
      “¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.

      Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.

      Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue u temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

      Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
      “Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La pregunta era para ella.
      “No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”

      Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.

       Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

      A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

      “Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.”

      “También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”

      “Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

      Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

      “Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

      Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.

      Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

      Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

      “No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.

      La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

      Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”

lunes, 27 de mayo de 2013

Actividades por el Día Nacional del Libro

Desde la Biblioteca liceal, nos complace difundir las actividades dispuestas por el Municipio de Piriápolis con motivo a la celebración del Día Nacional del Libro el domingo 26 de mayo

Las actividades se realizarán en la Casa de la Cultura del Municipio de Piriápolis y se desarrollarán desde el lunes 21 hasta el miércoles 29 de mayo inclusive, de acuerdo a la siguiente programación:
  • LUNES 21 A SÁBADO 25 DE MAYO ( 9.00 a 20.00 hs.) Exposición de libros de “Celta Editores”
  • SÁBADO 25 DE MAYO ( 17:30 hs.) Inauguración muestra de dibujo “Soñando” Abstracto a carbonilla de Hessua Rocco Silva; cierre a cargo de la Narradora María de los Ángeles González y niños narradores de la Escuela Nº 294.
  • LUNES 27 DE MAYO (18:00 hs.)   Taller Literario “Liber Falco” invita a la charla interactiva a cargo de los académicos y poetas Profesores Jorge Arbeleche y Ricardo Pallares, miembros de la Academia Nacional de Letras. Tema: “La creación poética”.
  • MARTES 28 DE MAYO (18:00 hs.) Presentación del libro “Sombras sobre el Puerto del Buceo” a cargo del escritor Pablo Arocena de Editorial Planeta.
  • MIÉRCOLES 29 DE MAYO (10:00 a 12.00 hs. y 14:00 a 16:00 hs.) Narración de cuentos a niños preescolares a cargo de la docente Sonia Deber.  Hora 15:00- Proyección de la película infantil “TinTin” a cargo del Sr. Carlos Ciccolo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Día Nacional del Libro

El 26 de mayo cada año, se celebra en nuestro país el "Día Nacional del Libro".

Esta fecha se eligió por ser el aniversario de la apertura pública de la Biblioteca Nacional. La creación de una biblioteca pública de carácter nacional fue propuesta por el Cabildo de Montevideo el 4 de agosto de 1815 por el Presbítero Dámaso Antonio Larrañaga. En la propuesta, Larrañaga ofrece para la biblioteca todos sus libros "dos grandes estantes", reservándose solo unos pocos para sí de uso diario, y anuncia que varios de sus amigos donarán sus libros para la biblioteca también.  El Cabildo apoya este proyecto y se lo comunica a José Gervasio Artigas, que se encuentra en Purificación, quien responde apoyando fervientemente el proyecto. 

Finalmente, la Biblioteca fue instalada en el Fuerte, la casa de gobierno de ese entonces, ubicada en la Plaza Zabala. Comenzó con aproximadamente cinco mil libros, producto e diversas donaciones. Pero durante la dominación luso brasileña (1817-1828) esta colección se vio dañada, y quedó reducida a unos dos mil volúmenes. 

El 26 de mayo de 1816 se realizó la apertura de la Biblioteca Nacional, donde Larrañaga, que fue designado como director, pronunció lo que se conoce como su Oración Inaugural. En el discurso expresó, entre otros conceptos que:
"una biblioteca es el foco en que se reconcentran las luces más brillantes, que se an esparcido por los sabios de todos los tiempos."

A continuación, y por resolución de Artigas, el 30 de mayo de 1816, los centinelas del ejercito oriental usaron como santo y seña: "Sean los orientales tan ilustrados como valientes", como adhesión a la flamante Biblioteca Nacional.

Biblioteca Nacional 




martes, 14 de mayo de 2013

Calculando en la Biblioteca

En los últimos días, la Biblioteca ha sido testigo de varias charlas  a cargo del escritor Enrique Ortega Salinas, un uruguayo que recorre el mundo brindando conferencias sobre cómo ejercitar la memoria. Ortega Salinas ingresó dos veces al Libro de los Récords Guinnes, una por memorizar 320 cifras de un vistazo y otra por memorizar un mazo de naipes en 49 segundos.




"Entre el cerebro de Leonardo Da Vinci y el de ustedes, no hay ni una neurona de diferencia", les dijo Ortega Salinas a nuestros estudiantes, “el tema es cómo las usan. Todos podemos ser genios.”
En las charlas, realizadas en la biblioteca liceal, les demostró técnicas para calcular las tablas, técnicas de cálculo y sobre cómo recordar palabras a través de la asociación de ideas.

Asimismo, conversó con los chicos sobre la importancia de cuidar al cerebro, sobre todo, manteniéndose alejados del alcohol y de las drogas.



Enrique Ortega Salinas, nacido en Maldonado, es autor de varios éxitos editoriales, como "Inteligencia Extrema: Supermemoria, Superaprendizaje, Programación mental", donde nos enseña a optimizar nuestra capacidad cerebral de forma efectiva. Otras obras son: “Secretos de un Calculista" y "Cómo lograr que los demás se salgan con la nuestra".

miércoles, 8 de mayo de 2013

Feria del Libro en el liceo - 2013

'Mística Libros' Av. Artigas y PiedrasPor segundo año, y en el marco del Día del Libro, volvemos a contar con la presencia de la librería 'Mística Libros' en el liceo, con una muestra del rico y diverso material didáctico y de recreación con que cuenta. 

El Lic. Nicolás Modernell, dueño de la librería, es además Coarticulador en el Plan 2012 del Turno Nocturno en el Área Artística.







La librería "Mística Libros" se encuentra ubicada en Av. Artigas y Piedras y está abierta al público de martes a sábados de 11:00 a 18:00 horas. 

martes, 7 de mayo de 2013

Los cuentos de Don Verídico

El bagre ganó la puerta y salió rumbo al arroyo

Hombre que supo ser llevadero, aura que dijo, fue un tal Anular Gandúl, el casau con Apócrifa Visual, hija del viejo Visaul, que eran tres: Fallutita, Mentirola, y la tal Apócrifa, que con Anular se conocieron en el velorio de Palangano Mocheto, que tuvo la muerte del terrón de azúcar porque murió en un café. Eso en los tiempos del azúcar en terrón, que no había que sacudirlo como ahora con el sobrecito, que es un peligro porque uno se descuida por mirar la rubia que pasa, y capaz que le pega al pocillo, salta el pocillo, salpica a una vieja y con la cucharita que sale como chijete le saca un ojo a un señor, cosa que no peligraba con el terrón.

Y Anular salió llevadero de llevar. Ligero de mano pal agarre con disimulo. En las fiestas era un despiporre, y si lo descuidaba, se metía media torta de frutilla abajo del poncho. Y como le digo frutilla, le digo chantillí. Y una vuelta iba como bobiando por la orilla de un arroyo cuando justo va un pescador y engancha un bruto bagre, lo tira pa atrás, así, el bicho cae entre los pastos, y va Anular Gandúl y lo levanta, y se lo mete en la camisa y sigue caminando mientras el otro, como un abombau, buscaba el bagre entre los yuyos.

Anular Gandúl llegó al boliche El Resorte con el bagre abajo e la camisa, saludó, se acodó, y antes de que pidiera nada, el gato barcino, que estaba en aquella punta del mostrador, lo miró fijo, le clavó las vistas en la camisa, y a lo que vio algo que se movía se le acercó, el gato, y va y le siente olor a pescado. Fue olerlo, y allí mismito se agazapó, pronto pa saltarle.

Ahí el hombre se sintió molesto porque una aleta del bagre le rascaba el costillar, se abrió la camisa, y saltó el bicho pal mostrador. A lo que lo vio, el gato le bufó de lomo arqueado. Se ve que el bagre algo malició, porque con la misma ganó la puerta y salió campo afuera en dirección pal arroyo. Y atrás el gato. A los saltos, con apoyo en la cola, el bagre era asunto serio pa la disparada, pero el barcino lo llevaba cortito. Llegó el pescado al borde del arroyo con la idea de zambullirse lo antes posible, pero no le dio el resuello y quedó allí, en la orilla nomás, viendo como el felino se le acercaba con aquellas malvadas intenciones. Pero algo le dio al barcino, como un sentimiento le dio, y en lugar de saltarle arriba con las garras, lo empujó suavecito con una pata y lo hizo caer al agua. !Una fiesta aquel bagre!. Saltaba y hacía piruetas en el aire, lo mismo que un delfín, pero con bigote.

Después, cada tanto, cuando llovía y la seguidilla de charcos facilitaba la cosa, el bagre se iba hasta El Resorte, se asomaba a la ventana, y lo saludaba al barcino, de puro agradecido nomás.


Julio César Castro 'Juceca'

lunes, 6 de mayo de 2013

Hoy nacía...


... Julio César Castro, en 1928, también conocido como Juceca, humorista, narrador, actor y dramaturgo uruguayo. Se lo conoce principalmente por su personaje Don Verídico, con el cual desarrolló un tipo particular de humor absurdo ligado al mundo rural.


En 1962 crea su personaje “Don Verídico”. En los inicios de la década del setenta, escribe para el semanario “Marcha”, la revista “Misia Dura”, y varios diarios montevideanos.  También fue colaborador permanente de la revista literaria “Crisis”, de Buenos Aires, dirigida entonces por Eduardo Galeano, así como en las revistas “El  Porteño”, “Siete Días”, “Folklore”, etc. En la revista “Guambia” de Montevideo publico distintas secciones durante 20 años.

Como autor de teatro se destaca con “La última velada”, “El contrabajo rosado”, “Están deliberando” y varias adaptaciones de sus cuentos para elencos de Uruguay y Argentina. En Argentina escribió libretos de televisión  para personajes como Tato Bores, Moria Casán y  Luis Landrisicina, entre otros.

En calidad de actor y autor, Juceca protagonizó "El cuento perdido" en Teatro Circular de Montevideo,  y "Cien pájaros volando" en Teatro El Galpón, así como espectáculos unipersonales en diversas salas de capital e interior del país.

En 2003 hizo su debut como coguionista y actor cinematográfico en la película El Viaje hacia el Mar, encargándose de los diálogos en la adaptación del cuento de Juan José Morosoli junto al director Guillermo Casanova. Juceca encarnó al personaje de "Siete y Tres Diez".

Falleció a los 75 años, el jueves 11 de setiembre de 2003, en Montevideo, Uruguay.

jueves, 2 de mayo de 2013

"La cacería" Alejandro Paternain



Este es el fragmento de la novela “La cacería”,  dictado en el concurso “Cero Falta” de Bachillerato.  


Solo veinte minutos, menos de lo que había calculado. El barómetro indica otra vez tiempo bueno. Sale a cubierta, sacudiendo el tricornio, ansioso de los primeros rayos de sol. Cesa la lluvia, amaina el viento, se rasgan las nubes; pero el mar continúa revuelto, con oleaje verdinegro y crestas de turbias espumas.

Un grito resuena, pero sin destemplanzas ni anuncios temidos. Desde la cofa del mayor, el vigía, recién instalado, pregona la presencia de una vela. “Por la amura de babor”, repite sin que la voz le tiemble, como si entonase una vieja canción.

Es la vela pequeña. El catalejo la descubre hundiéndose y emergiendo tras el alzamiento y la caída de las olas. Vela única, aparejada a una antena, como de lanchón. ¿Pescadores arrastrados mar afuera por la tormenta? ¿Caboteadores procurando poner distancia entre su barca y los rompientes, y sorprendidos por el mal tiempo?

Alejandro Paternain
(Alfaguara, Madrid, 2012)



Alejandro Paternain fue un escritor uruguayo nacido en 1933. Se desempeñó, asimismo, como profesor de literatura y como periodista. Algunos de sus libros son “Aguas de Nazareth” (1966), “Dos rivales en fuga” (1979), “Los fuegos del Sacramento” (1998) y “El escudo de plata” ( 2001).

Falleció en el año 2004.

“La cacería”, catalogada como novela histórica, nos ubica en el tiempo de las invasiones portuguesas en nuestras tierras, y nos presenta, con verosimilitud inusual, aventuras que bien podrían haber acontecido en buques de aquella época.

La novela “La cacería” se encuentra en nuestra Biblioteca disponible para su préstamo a domicilio o lectura en sala. ¡Disfrútala completa!!