miércoles, 24 de abril de 2013

Rodríguez

RODRÍGUEZ

Francisco Espínola


Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de  avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,  él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho  más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que  desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y  se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La  barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos  esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con  lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a  los bigotes no le sentaba.

-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad.

Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez  para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber  quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su  avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su  zaino, fija

- ¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!

Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que  el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un  cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de  golpe, quedó cual la del cordero.

-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta?

Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se  quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su  fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza.  Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.

- Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez - seguía el ofertante mientras  en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía  del bigote. –Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos.  ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los  lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al  momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe  político o coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los  tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que  elegir.

Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre  sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.

-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...

-¡Pucha que tiene poderes, usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se
contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.

Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse  invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró  dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el  pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado  la boca.

Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de  los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo  lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.  A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del  poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a  liar.

Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la  espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos.  Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no  quedarse atrás, fue que dijo:

-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo! 

Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que,  ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a  reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló,  soberbio:

-¡Mirá!

La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos  entre los pastos.

Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al  acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero  apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y  dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:

-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!

Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una  azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del  pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.

Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la
cabeza, y aspiró.

-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?

-Esas son pruebas- murmuró entre la amplia humada Rodríguez,  siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso. 

Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de  agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente  ahínco, la mente hecha un volcán.

-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?

Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el  importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado  con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya  echando humo el cuero.

-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!- se prolongó, casi  hecho imploración, en la noche.

Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo  de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a  Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande  que fuera, no tenía peligro para el zainito.

-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...  ¡Fijate!

-¿Eso? Mágica, eso.

Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del  brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.

-¡Te vas a la puta que te parió!

Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber  surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan  blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir  enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes,  para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

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