martes, 30 de abril de 2013

Concurso "Cero Falta" en la Biblioteca

Como ya hace cinco años, la Inspección de Idioma Español y la Comisión de Lengua Escrita del Consejo de Educación han convocado a los estudiantes de 3º año de Bachillerato Diversificado de Liceos Públicos y Habilitados a participar del


V Concurso Nacional de Ortografía "Cero Falta"
para 3º año de Bachillerato Diversificado

El ganador de este concurso será quien represente a Uruguay en el XIV Concurso Hispanoamericano de Ortografía; en el que participarán 20 países: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela, así como un representante de la comunidad hispanohablante de Estados Unidos de América.

El pasado 17 de abril se realizó la primera prueba del Concurso “Cero Falta” en nuestra institución, con un dictado de un fragmento de la novela “La cacería” del escritor uruguayo Alejandro Paternain (Alfaguara, Madrid, 2012)


6º año de Arte y Expresión durante el dictado, con la Prof. Beatriz Bocage en la Biblioteca liceal.
Todos muy concentrados...


Participaron 88 alumnos de todas las orientaciones, y 12 pasaron a la Segunda Etapa.  ¡Felicitaciones!!

Nombre
Grupo
Resultado
 Nebel, Tamara
Social  Económico
0 falta
 Balado, Sofia
Ciencias Biológicas
1 falta
 Burgueño, Camila
Ciencias Biológicas
1 falta
 De Olivera, Sabrina
Social Humanístico
1 falta
 Gambone, Renzo
Físico Matemático
1 falta
 Lopassio, Micaela
Físico Matemático
1 falta
 Mazzaccaro, Juan
Físico Matemático
1 falta
 Pastorino, Leticia
Social  Humanístico
1 falta
 Trías, Yanina
Arte y Expresión
1 falta
 Benitez, Jeniffer
Social Humanístico
2 faltas
 Coleff, Tania
Social  Humanístico
2 faltas
 Conde, Micaela
Físico Matemático
2 faltas

Los profesores que colaboraron fueron: Prof. Ricardo Chichet, Física; Prof. Beatriz Bocage, Dibujo; Prof. Natalia Díaz, Derecho; Prof. Elizabeth Colmegna, Química; Prof. Ibrahim Volpi, Matemática.




La Prof. Cinthia Armand-Ugón es la Referente de Idioma Español a cargo de la organización del concurso en el liceo y de la corrección de las pruebas. 

lunes, 29 de abril de 2013

Nudos Narrativos...


Material de Filosofía - Prof. Natalia Martínez


La Profesora de FilosofíaNatalia Martínez, de los grupos 4º año 4 y 5, compartió el siguiente material:





miércoles, 24 de abril de 2013

Francisco Espínola

Francisco "Paco" Espínola, escritor uruguayo, nació en San José el 4 de octubre de 1901 y murió en Montevideo el 26 de junio de 1973 , unas horas antes del golpe militar que sufrió el país por lo que su velatorio  se convirtió en un acto eminentemente político.


El escritor nació en una familia de  tradición blanca. Fue su padre un caudillo blanco que peleó junto a Aparicio Saravia en 1904 y  fue herido en Masoller. En 1910, estuvo en el levantamiento blanco opuesto a  la reelección de Batlle y Ordóñez y en 1935, marchó a la Revolución de Enero,  donde su Francisco, su hijo, fue hecho prisionero.

Durante su infancia, Francisco aprendió a ser un buen jinete y a tropear, y en su casa quinta de San José, siempre poblada por la gente  más heterogénea, fue conociendo tipos humanos con los matices  morales que se plasmarían en su literatura.

Francisco Espínola actuó en cargos políticos  departamentales, por el Partido Nacional. También tuvo actividad  en la prensa. Llegó a dirigir un diario, La Paz, y fue columnista  de otros periódicos de San José. Fue un gran lector. De su  padre, recibió el primer acercamiento a la cultura, a través de los  clásicos y de la tradición española.

Escribió cuentos para niños, cuentos cortos, novelas y obras de teatro. Fue un docente nato y ejerció como profesor de lenguaje en el Instituto Normal de Montevideo desde 1939 y de literatura en Enseñanza Secundaria, desde 1945 y de composición literaria y estilística en la Facultad de Humanidades y Ciencias, a partir de 1946. En 1961 recibió el Premio Nacional de Literatura.


 Resumen biográfico
1924 - Publica los cuentos Visita de duelo y El hombre pálido.
1926 - Publica Raza Ciega. Escribe en cuatro días Saltoncito, y El rapto.
1933 - Se publica Sombras sobre la tierra,
1934 - Publica Las ratas, en Mundo Uruguayo
1940. Publica Rancho en la noche en La Nación de Buenos Aires.
1950-56 - Publica El rapto y otros cuentos (1950) y el ensayo Milón o el ser del circo (1954)
1968- Se publican fragmentos de Don Juan, el Zorro.

Rodríguez

RODRÍGUEZ

Francisco Espínola


Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de  avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento,  él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho  más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que  desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y  se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La  barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos  esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con  lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a  los bigotes no le sentaba.

-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad.

Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez  para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber  quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su  avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su  zaino, fija

- ¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!

Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que  el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un  cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de  golpe, quedó cual la del cordero.

-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta?

Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se  quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su  fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza.  Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.

- Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez - seguía el ofertante mientras  en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía  del bigote. –Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos.  ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los  lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al  momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe  político o coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los  tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que  elegir.

Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre  sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.

-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...

-¡Pucha que tiene poderes, usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se
contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.

Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse  invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró  dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el  pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado  la boca.

Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de  los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo  lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.  A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del  poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a  liar.

Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la  espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos.  Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no  quedarse atrás, fue que dijo:

-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo! 

Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que,  ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a  reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló,  soberbio:

-¡Mirá!

La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos  entre los pastos.

Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al  acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero  apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y  dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:

-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!

Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una  azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del  pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.

Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la
cabeza, y aspiró.

-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?

-Esas son pruebas- murmuró entre la amplia humada Rodríguez,  siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso. 

Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de  agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente  ahínco, la mente hecha un volcán.

-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?

Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el  importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado  con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya  echando humo el cuero.

-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!- se prolongó, casi  hecho imploración, en la noche.

Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo  de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a  Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande  que fuera, no tenía peligro para el zainito.

-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...  ¡Fijate!

-¿Eso? Mágica, eso.

Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del  brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.

-¡Te vas a la puta que te parió!

Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber  surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan  blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir  enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes,  para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

El Hombre Pálido

EL HOMBRE PÁLIDO

 

Francisco Espínola 

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.

A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.

Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.

En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.

El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.

En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.

-¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.

-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.

-No lo conozco.

La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.

-Buenas tardes.

Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.

-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.

-Sí, es mejor. Aquí, no más.

El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.

-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.

-De Belastiquí.

-¿Y va?

-Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...

-Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo

caso.

-¡Como no!... Estoy acostumbrao.

La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.

Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...

La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:

-A ver, aprontá un mate.

Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.

Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas.

Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...

¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda.

Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...

Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él.

Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate.

Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.

-¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.

Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.

Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.

-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.

-Se agradece.

-¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.

-Buenas.

Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.

El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.

El fogón, mal apagado, quedó brillando.

II

Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.

A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...

En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.

Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa.

Era un negro.

-¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.

Sombrío el otro respondió:

-Sí

-La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.

-No. No empezamos.

-¿Qué hay?

-Hay que yo no quiero.

-¿Qué no querés?

- Sí, que no quiero.

- ¿Pero estás loco?

-Peor pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.

-¿El qué?

-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.

-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.

-Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.

-Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!

-Es que vos tampoco vas a ir.

-¿Desde cuando es mi tutor el que habla?

-Desde que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.

-¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido.

-Venite no más- y desenvainó su cuchillo.

-¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.

A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax.

-¡Jesús, mama!- exclamó el negro.

Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.

El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito.

-¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...

La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.

martes, 23 de abril de 2013

Día del Libro Internacional


jueves, 4 de abril de 2013

Hoy nacía...

... nacía Isidore Ducasse, en 1846, más conocido como Conde de Lautréamont.

Isidoro Lucien Ducasse nace en Montevideo de padres franceses, en el año 1846 y vive en Uruguay hasta la edad de 13 años en que viaja a Francia para continuar sus estudios, y donde posteriormente se instala. Ducasse muere a la edad de 24 años, en noviembre de 1870.  

Bajo el pseudónimo de «Conde de Lautréamont» publica, en 1869, una obra en prosa poética, "Los cantos de Maldoror". Sin embargo, el editor se negó a vender el libro porque temía ser acusado de blasfemia u obscenidadDucasse pagó el costo de la impresión. La obra, ahora considerada hito fundamental de la historia de la poesía moderna, no alcanza en su momento notoriedad alguna.

Años después, los surrealistas rescataron "Los Cantos del Maldoror" del olvido e hicieron de Isidore Ducasse uno de los precursores de su movimiento.Su obra figura hoy como una expresión particularmente intensa de la desesperación y del frenesí romántico. Se considera a Ducasse como el más importante de los poetas malditos.


“Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que ponga en su lectura una lógica rigurosa y una tensión de espíritu igual, como mínimo, a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro embeberán su alma como azúcar en agua.”  
Isidore Ducasse - "Los Cantos de Maldoror"

martes, 2 de abril de 2013

Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil

Desde 1967, el 2 de abril se celebra el Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, con el fin de promocionar la lectura entre los jóvenes. La fecha coincide con la fecha del nacimiento del escritor danés Hans Christian Andersen, famoso autor de literatura infantil.




Cada año una Sección Nacional de la OEPLI Organización Española Para el Libro Infantil y Juvenil -  patrocina el Día del Libro Infantil y selecciona un escritor/a y a un ilustrador/a de su país para los represente, elaborando un mensaje dirigido a todos los niños del mundo.
Este año le tocó  el turno a México y ha sido Francisco Hinojosa,  poeta, narrador y editor  mexicano, el autor del mensaje.


Había una vez un cuento que contaba el mundo entero


Había una vez un cuento que contaba el mundo entero. Ese cuento en realidad no era uno solo, sino muchos más que empezaron a  poblar el mundo con sus historias de niñas desobedientes y lobos  seductores, de zapatillas de cristal y príncipes enamorados, de  gatos ingeniosos y soldaditos de plomo, de gigantes bonachones  y fábricas de chocolate. Lo poblaron de palabras, de inteligencia,  de imágenes, de personajes extraordinarios. Le permitieron reír,  asombrarse, convivir. Lo cargaron de significados. Y desde entonces  esos cuentos han continuado multiplicándose para decirnos mil y una  veces “Había una vez un cuento que contaba el mundo entero…”

Al leer, al contar o al escuchar cuentos estamos ejercitando la imaginación, como si fuera necesario  darle entrenamiento para mantenerla en forma. Algún día, seguramente sin que lo sepamos, una de esas  historias acudirá a nuestras vidas para ofrecernos soluciones creativas a los obstáculos que se nos  presenten en el camino.

Al leer, al contar o al escuchar cuentos en voz alta también estamos repitiendo un ritual muy antiguo  que ha cumplido un papel fundamental en la historia de la civilización: hacer comunidad Alrededor de  esos cuentos se han reunido las culturas, las épocas y las generaciones para decirnos que somos uno solo  los japoneses, los alemanes y los mexicanos; aquellos que vivieron en el siglo XVII y nosotros que leemos  un cuento en internet; los abuelos, los padres y los hijos. Los cuentos nos llenan por igual a los seres  humanos, a pesar de nuestras enormes diferencias, porque todos somos, en el fondo, sus protagonistas.

Al contrario de los organismos vivos, que nacen, se reproducen y mueren, los cuentos, que surgen  colmados de fertilidad, pueden ser inmortales. En especial aquellos de tradición popular que se adecúan  a las circunstancias al contexto del presente en el que son contados o reescritos. Se trata de cuentos que,  al reproducirlos o escucharlos os convierten en sus coautores.

Y había una vez, también, un país lleno de mitos, cuentos y leyendas que viajaron por siglos, de boca en  boca, para exhibir su idea de la creación, para narrar su historia, para ofrecer su riqueza cultural, para excitar  la curiosidad y llenar de sonrisas los labios. Era también un país en el que pocos de sus pobladores tenían  acceso a los libros. Pero esa es una historia que ya ha empezado a cambiar. Hoy los cuentos están llegando  cada vez más a rincones apartados de mi país, México. Y al encontrarse con sus lectores están cumpliendo  con su papel de hacer comunidad, hacer familia y hacer individuos con mayor posibilidad de ser felices.

Francisco Hinojosa